El cine se relacionó históricamente con las ciencias quizás más que ningún otro arte. Heredero de la fotografía, desde su inicio se forjó como un juego de reacciones químicas y ópticas, y a lo largo de la evolución de su soporte material fue creciendo de la mano de los avances tecnológicos que permitieron a los cineastas, casi como alquimistas, experimentar el formato. Pero su relación con la ciencia no se da solo en un plano de forma, de lo que hace posible al cine en tanto materialidad, sino que llega también al contenido mismo de las películas. Tal vez la antropología sea la ciencia más cinematográfica de todas, al ser el documental otra forma de observación participante y de bitácora científica. Desde Flaherty a Marker, desde Birri hasta Penelope Spheeris, el cine siempre fue aliado de la antropología en su búsqueda por documentar la cultura, la sociedad y el misterio de la naturaleza humana.
Una ciencia no tan explorada por el cine es la arqueología, definida por el diccionario como la disciplina que “estudia las sociedades antiguas a partir de sus restos materiales”. Eso es lo que hace Manuel Embalse en Las ruinas nuevas, solo que explora el pasado más inmediato al obsesionarse con la basura digital desperdigada por el mundo: diskettes, pendrives, monitores de computadora, celulares, auriculares, transformadores. Todo aparato electrónico que esté olvidado en la calle, roto en la vereda o lleno de barro en el piso se vuelve parte de la colección fílmica del director. Al final, un arqueólogo no es más que un barrendero de la historia, un basurero de la memoria, dado que los registros mínimos son más importantes para entender la cultura que los grandes monumentos.
Esta fascinación por el mundo que lo rodea es parte de la obra de Embalse, donde un descubrimiento despierta una curiosidad que lo lleva a regalarle imágenes a ese misterio que pretende desentrañar. Ya sea la caja de Super-8 de Enciclopedia Catálogo, o la forma de percibir el mundo de Zezé en ¿Qué hago en este mundo tan visual?, lo que encuentra el director es un puntapié para desatar la imaginación cinematográfica en forma de canciones, bailes, ovnis que cruzan el cielo y vórtices de imágenes abstractas que buscan dar algunas pistas sobre la naturaleza de la percepción visual, sonora y táctil.
En Las ruinas nuevas, esa imaginación desenfrenada lo lleva a preguntarse por el origen de esa basura digital, todo el ciclo de producción que va desde lo fabricado en China a lo ensamblado en Tierra del Fuego y desechado en cualquier basural del planeta. Ahí el director vuelve su película un documento político, ya no sobre los despojos materiales electrónicos que deja la cultura, sino los despojos humanos que deja el trabajo: ¿quiénes fabricaron lo que hoy son ruinas? ¿quién escribe su historia, su vida y su muerte? Desde los poemas de Brecht a los de Xu Lizhi, desde Preguntas de un obrero que lee a la descripción de la picadora de carne de la fábrica Foxconn, la pregunta que se hace Embalse, “¿qué le diría un trabajador que desarmó un celular al que lo ensambló años atrás?”, ordena el esqueleto de la película a partir de la concepción de trabajo bajo el capitalismo como una relación social y una intervención sobre la naturaleza, algo que nos construye como humanidad y, a la vez, deteriora la propia vida. La síntesis dialéctica de la película llega cuando se plasma la relación entre el litio necesario para la fabricación de los celulares, el ecocidio que sufre el planeta y los asesinatos laborales de las fábricas electrónicas. En su rabia política, Embalse da una respuesta posible a la pregunta sobre qué le diría un obrero al otro: las ruinas serán nuevas, pero las manos curtidas son las mismas.
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