Algo siniestro se asoma en Silence of Reason. No son sólo los textos impresos sobre la imagen, que describen la aparición de cadáveres de mujeres desparramados en distintos rincones de Bosnia (a orillas del río, con cortes en sus cuerpos, deformados hasta perder las facciones que alguna vez adoraron sus amigos). Son también, sobre todo, las imágenes deshumanizadas. Hay poros que crecen y crecen hasta desintegrar la nitidez del plano, haciendo que las personas se conviertan apenas en siluetas, en sombras, en fantasmas. Los espacios pierden su definición: van mutando desde baldosas y árboles palpables a contornos esqueléticos y finalmente hacia una pura abstracción, donde ya no hace pie el ojo. Los colores se saturan; emanan destellos violentos que muestran la imagen como un sueño borroso: el recuerdo de una pesadilla que se escurre, sin importar que intentemos retenerla con palabras.
Esa es la tensión que habita en toda la película de Kumjana Novokova. Recupera los testimonios de las mujeres sobrevivientes a la Guerra de Bosnia, y al mismo tiempo, reconoce la base resbaladiza de toda la experiencia. En ese punto, la imagen y la palabra parecen trabajar en direcciones opuestas. Mientras la primera es elusiva, la segunda es directa. Una sugiere el carácter irrepresentable del horror, otra el esfuerzo por denunciarlo. Mediando entre esas fuerzas inversas, la película se presenta como el ensayo de una síntesis desconcertante: la unión en la contradicción.
Es por la palabra escrita que llegamos a conocer el detalle de las torturas maratónicas. Allí leemos sobre las violaciones convertidas en rutina. Nos enteramos de la repetición automática del horror y de la banalidad del mal multiplicada a una escala masiva. Las mujeres se han vuelto nada más que un botín de guerra. Sus testimonios expresan un impulso por juntar fuerzas y hacer justicia contra ese episodio traumático, que parece haber sido diseñado para atentar contra el mismo ejercicio de la memoria. No sólo porque las fuerzas serbias hicieron lo posible por esconder sus crímenes, sino porque la misma experiencia de la tortura atenta contra las coordenadas habituales del tiempo y del espacio. Las mujeres y las niñas fueron trasladadas de un lugar a otro, puestas en cautiverio y pasadas de mano sucia en mano mugrienta, sin reparo ni respiro. Es ahí donde las imágenes indeterminadas calan hondo y hacen sentido: la confusión se impone, el trauma doblega el brazo de la fría precisión. Pero incluso si la palabra adquiere un cuerpo más concreto que los registros visuales, sus vacíos eventuales también hablan: “No recuerdo la fecha, no recuerdo a dónde me llevó, no recuerdo el lugar”, se lee en uno de los testimonios. Y remata: “Quería olvidarlo lo antes posible”.
Tras años de que el cine persiguiera la pista del fenómeno bélico (como espectáculo patriótico, como melodrama abatido, como guerra psicológica), Novokova gira la atención hacia un terreno yermo y sinuoso. Mira cómo las mujeres fueron convertidas en otra parcela a conquistar. Y, en el proceso, recupera los escasos materiales documentales para levantar un memorial viviente. La imagen de los espacios que presenciaron el horror. Del horror que amenazó con devorarse los paisajes, los cuerpos, la Historia. Del cine que se resiste al triunfo del olvido.
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