Nota
No abras la puerta, es el deseo
Por Iván Zgaib
Antes de los 60. Antes de la fiesta de la modernidad. Antes de los jóvenes afiebrados en las terrazas y en las baldosas de la ciudad. Antes estuvo La casa del ángel. Cuando llegó el ocaso de los años 50, la película de Leopoldo Torre Nilsson formaba una constelación junto a otras misteriosas apariciones en la sala oscura: Los tallos amargos y El jefe de Fernando Ayala, El dinero de Dios de Román Viñoly Barreto y Si muero antes de despertar de Carlos Hugo Christensen eran películas que vaticinaban las derivas del cine argentino en el futuro (desde Las furias de Vlasta Lah a La Ciénaga de Martel). Ahí se asomaban las primeras señales de un drama fangoso, donde la pulsión de los personajes nunca era pétrea y la narración se suspendía para dar lugar a un trabajo formal más espeso.
El conflicto latente en La casa del ángel es el deseo que irrumpe intempestivamente, como una fuerza de la naturaleza. No es casual que Ana, la hija adolescente de una familia aristocrática, esté acechada por relatos que anticipan un destino oscuro para aquellos que se entreguen al clamor de sus cuerpos. Hay algo propio de las leyendas susurradas, de los mitos que se pasan de boca en boca, a voz baja y temblorosa, porque Torre Nilsson trata a toda su película como si perteneciera al linaje del terror: el deseo es un monstruo espectral, un miedo vaporoso y omnipresente, que nace de los sótanos de la religión y de los altillos de la pirámide social.
Esa ansiedad posee coordenadas sociológicas precisas, pero la mayor apuesta del film recae en convertir las acciones y palabras de ese universo en sensaciones: una atmósfera fúnebre y decadente, que uno puede palpar como si la superficie de las imágenes fuera el lomo de un gato negro. El deseo entre Ana y un hombre mayor, por ejemplo, es construído a partir de las miradas, enhebradas por los movimientos de una cámara expresiva, que gira alrededor de las criaturas o se lanza hacia sus labios y ojos espasmódicos. En las escenas al interior de la casona familiar, por otra parte, Torre Nilsson despliega sombras que le otorgan un aspecto cavernoso, a la vez asfixiante y soñador. Y en otros pasajes edifica encuadres dislocados, que crean la apariencia de un mundo inestable, donde Ana está cayendo por los bordes o parece acechada por presencias incorpóreas que se ocultan en los rincones de la casa.
Si la película de Torre Nilsson es una fábula de iniciación, la protagonista traumatizada encuentra un doble en el personaje de su enamorado. Mientras ella confronta la pérdida de la inocencia sexual, él debe hacer lo propio con la inocencia política: es un joven diputado que ve cómo sus ideales férreos se derriten al calor de los intereses económicos de su familia. En ambos casos, Torre Nilsson utiliza las dinámicas de aquellos grupos para ensayar el retrato de toda una clase social. Son los sectores que ostentan el dinero, con todas sus máscaras, sus tabúes, sus represiones. Ante nosotros: los hacedores de los cuentos de terror que hacen que el mundo siga siendo el mismo. Y La casa del ángel mira el momento justo en que esas estructuras entran en cataclismo. Del mismo modo, mirar la película es mirar otro tipo de movimiento: el que llevaría al cine argentino hacia nuevos caminos. Y con el tiempo, también, hacia nuevos fantasmas.