Nota
El mundo del silencio
Por Álvaro Bretal
“Cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día, cualquier cosa puede pasarles y pueden seguir caminos divergentes, pero cuando llegue el día, inevitablemente, serán reunidos en el círculo rojo”. – Cita apócrifa de Ramakrishna
En el núcleo narrativo de El círculo rojo hay un extenso robo en una joyería. Los personajes de Delon, Montand y Volonté tienen los rostros cubiertos con telas negras. Nadie dice una palabra. Para desactivar el complejo mecanismo de seguridad de la joyería necesitan concretar un disparo, un único disparo, desde bastante lejos. Ese es el rol de Montand, un expolicía alcohólico con una puntería magistral. Saben que, además del sistema de seguridad, hay cámaras y un guardia que podría reconocer sus voces. No vuela una mosca. El famoso minimalismo de Melville cobra dimensiones de ritual.
Mi viejo amaba los policiales. Le gustaban Delon y Lino Ventura. Su película favorita transcurría en Francia, pero no era francesa: El día del chacal, dirigida por Fred Zinnemann y basada en la novela de Frederick Forsyth, trata sobre una compleja trama para asesinar al presidente Charles de Gaulle. El chacal del título es un asesino a sueldo misterioso, anónimo, casi invisible. También le encantaba Los aventureros (o sea: Delon y Ventura), con ese final descomunal en las ruinas de Fort Boyard. Mi viejo era bastante seco; había pasado gran parte de su juventud de boliche en boliche, jugando a los dados y las cartas, y apreciaba las amistades masculinas construidas a través de silencios y códigos clásicos de lealtad.
El círculo rojo tiene algo crepuscular, de fin de una época. Es la anteúltima película de Melville, y la última realmente grande, antes de su muerte a los 55 años por causas naturales. No es una película luminosa y excitante, como Los aventureros. Al contrario: en El círculo rojo siempre llueve o está nublado, prima la estética invernal de gabardinas que en el policial francés funcionaba como guiño al noir norteamericano de los 40 y 50. Los aventureros en inglés se llamó The Last Adventure, pero en realidad es esta la que parece la última aventura. El clima desolador se potencia con el cinismo de los policías, que asedia como un buitre a los tres antihéroes, a la espera de que caigan en la trampa.
En cierto punto de nuestra relación, el silencio había ocupado todo el espacio. En las películas y en las novelas, la ausencia de palabras puede transmitir algo más que vacío, el laconismo puede ser una virtud. Cuando en El círculo rojo el personaje de Montand le dice al de Delon que no quiere su parte de lo obtenido en el robo porque “sin ustedes nunca me habría tomado la revancha con los habitantes del armario”, las palabras son justas; lo no dicho —un pasado de alcoholismo, el agradecimiento por haberlo invitado a formar parte de un robo que le devolvió la confianza en sí mismo— se sintetiza en una mirada hacia un armario abierto, vacío, oscurísimo. Algo parecido ocurre al inicio de la película, cuando el personaje de Delon conoce al de Volonté, quien para huir de la policía se había refugiado en el baúl de su auto. La confianza entre tipos duros se construye a través de frases breves o gestos simples, como el ofrecimiento de un cigarrillo. En la vida real no siempre funciona así. Cierta aspereza histórica, más o menos razonable durante mi adolescencia, ya se estaba volviendo dolorosa, un bajo continuo que marcaba el ritmo de nuestra convivencia.
En cierto momento apareció el cine. Gracias al impulso de mi madre, y con timidez al principio, encontramos un lugar común en las salas oscuras. No había rutina ni regularidad. Los encuentros se concretaban de la forma más simple: cuando se estrenaba una película que nos interesaba a los dos. Después de la película, una taza de café en algún bar cercano. Así fue que descubrimos el interés común por Clint Eastwood y, tal vez más importante, un rechazo compartido por ciertas películas que no vale la pena nombrar. Sé que a mi viejo le gustaba El samurai, pero no sé si vio otras películas de Melville. Lo seguro es que no le interesaba saber quién las dirigía ni qué lugar ocupaban en la historia del cine, tampoco sumergirse en particularidades formales. Se sentía atraído por historias policiales habitadas por personajes misteriosos pero opacos, con estilo sobrio y la expresividad exacta; nada rimbombante, nada exagerado. Había ahí algo de admiración.
Yo no necesitaba admirar a personajes en una pantalla, yo estaba bien con él. El cine fue, de alguna manera, nuestro círculo rojo.