Una novedad no muy feliz de la década del 80 fueron ciertos productos shockeantes construidos a fuerza de golpes de guión, psicologismo de manual y erotismo berreta: los thrillers de mujeres obsesionadas o manipuladoras, dueñas de un deseo criminal. Joe Eszterhas ganó fama con este tipo de guiones, gracias a películas realizadas junto a cineastas que, en términos de talento, abarcaban un espectro amplio —en una y otra punta de ese espectro están Adrian Lyne, culpable de Atracción fatal, y Paul Verhoeven, director de Bajos instintos—. El origen de esta tendencia puede rastrearse muchas décadas atrás, hacia 1945, cuando se estrenó la insólita Leave Her to Heaven, un cruce entre noir y melodrama dirigido por el veterano John M. Stahl. En la película de Stahl, una mujer joven y rica se obsesiona con su pareja, un escritor, y asesina o intenta asesinar a distintas personas cercanas a él, incluyendo a su hermano parapléjico. Si bien fue una de las películas más exitosas del año en las boleterías de Estados Unidos, y hoy en día puede ser considerada una de las más modernas del período, parte de la crítica estaba perpleja: “las motivaciones del temperamento de la señorita nunca se revelan de manera convincente, y toda la trama (…) es arbitraria, artificial y grandilocuente”, escribió Bosley Crowthers, el crítico estrella del New York Times. No era una opinión aislada.
Ahora, ¿qué pasa si esa persona no es una mujer adulta sino una adolescente? Peor todavía: ¿qué pasa si esa persona es tu hija? Ese es el drama de Harold Wilding, el médico excesivamente permisivo encarnado por Anthony Franciosa en Julie Darling, coproducción germanocanadiense de 1982 estrenada en Argentina con algo de retraso (1986) como Déjala morir adentro. Sin embargo, Franciosa —quien el mismo año protagonizó la magnífica Tenebre, de Dario Argento— tiene acá un lugar secundario; la figura excluyente es una tal Isabelle Mejias, la Julie del título, un ejemplo extremo de eso que los psicólogos llaman “complejo de Electra”. Julie adora a su padre a niveles demenciales, y la película juega con eso: primero los vemos dándose un pico; más adelante, recostados en la misma cama, a punto de dormir. El clímax del delirio llega en una fantasía de la chica, quien, mientras espía a su padre teniendo relaciones con la novia, se imagina a ella misma en el lugar de su madrastra. Esto, sin embargo, no alcanza para hablar de la película como un thriller erótico. Tampoco es, estrictamente, una película de terror. Como los giallos —otra referencia que aparece, de costado, gracias a los guantes negrísimos del asesino de turno—, Julie Darling navega por terrenos pantanosos entre esos dos géneros. El problema es que las cosas indefinidas, a la larga, pueden volverse algo insípidas. Tal vez sea por esa indefinición que la película recibe con los brazos abiertos el incomprensible Déjala morir adentro local, responsabilidad exclusiva de Claudio María Domínguez, ganador infantil de Odol pregunta, guía espiritual new age y, durante más de diez años, distribuidor cinematográfico1.
En Julie Darling hay, sin embargo, algunas sorpresas, y muchas de ellas están relacionadas con la arbitrariedad y la torpeza psicológica que señalaba Crowthers en su artículo de 1945. El debut del ignoto Paul Nicholas —o Nicolas, según los créditos— avanza de forma atropellada hacia ningún lugar. Cada escena es un intento grotesco de impactar al espectador. Ahí están, por ejemplo, los planos de Julie sosteniendo una rata gigante e inquieta desde la cola, con el objetivo de alimentar a su serpiente y shockear a su mejor amiga; el intento de asesinato de su hermanastro dentro de una heladera desenchufada mientras juegan a las escondidas —al lado de un lago, en un posible guiño a una escena clave de Leave Her to Heaven—; y, fundamentalmente, el desenlace, que incluye la castración más veloz y menos impactante de la historia del cine. Además, claro, de las escenas de tensión entre padre e hija. En Julie Darling siempre está pasando algo, y ese movimiento perpetuo, ya sea ridículo o fascinante, traza la línea entre una baratija razonable y lo que se suele llamar un bodrio. Por eso podemos ignorar, si nos sumergimos en el clima necesario, algunos diálogos mal sincronizados —en lo que podríamos pensar, si tensamos demasiado la cuerda interpretativa, como otro guiño al giallo— o el corte abrupto, en ciertas escenas, de la música extradiegética; torpezas que contrastan con la prolijidad general de la película2. La palabra mágica es ritmo.
Domínguez, responsable de la fama de Julie Darling en Argentina, cuenta en la nota citada más arriba que películas como esta, que durante varias semanas llenaban las salas de valijeros, le permitían estrenar otras más arriesgadas en términos de audiencia, como El Decamerón de Pasolini o Vicios privados, virtudes públicas de Miklós Jancsó. En la posdictadura, mucho antes de la llegada de Internet, la promesa de desnudos era un anzuelo fácil para espectadores desprevenidos. Pero en esta lógica subyace, también, una distinción entre arte alto —exclusivo— y bajo —masivo— que puede pensarse, desde una lectura contemporánea, como obsoleta. Es decir, existen obras supuestamente complejas y relevantes de muy bajo nivel y obras sencillas, básicas, tal vez ingenuas, tal vez obsesionadas con el afán de lucro, que esconden una gran sofisticación formal o, al menos, una efectividad inesperada. Desde una perspectiva curatorial el quiebre entre estas barreras es siempre un hallazgo; máxime cuando se trata, como en el caso de Déjala morir adentro, de un capítulo significativo de la distribución cinematográfica de nuestro país.
1 Para más información al respecto se recomienda el documental de Santiago Calori Un importante preestreno y el artículo de Mariano Kairuz “El péndex estaba de la nuca” (Página/12, 13/09/015): https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/subnotas/10897-2389-2015-09-13.html
2 Uno puede sospechar, aunque no haya datos fácilmente disponibles, que en una coproducción de género de este tipo se gastaba más dinero que en muchas películas independientes.
BIO
